










fotos de Roberto Ruiz


La leyenda del relámpago dorado
Hace un par de veranos unos amigos hicimos un pequeño viaje a Bono, el pueblo donde nació mi padre, en el valle de Barrabés, delante del rio que hace de frontera natural entre Cataluña y Aragón. Uno de esos días fuimos a ver la presa de Llauset, una estructura vertical, abovedada hacia dentro, de 190 metros de altura y situada entre las montañas a 2200 metros de altitud y con un desnivel de 250 metros desde la base de la presa, que sumados a los 190 hacen unos 440 metros de abismo entre la corona de la presa y el suelo. Era una maravilla la sensación al estar en la parte central de la pared de la presa, detrás de la barandilla del lado de desagüe; entonces vacío y mirar abajo. Pero sentí que quería interactuar de algún modo con aquel hueco y se me ocurrió que con la ayuda de un amigo que me agarrase de los pantalones podría inclinarme lo suficiente por fuera del borde de la presa como para poder hacer pis y atravesar así todo aquello. Para mi sorpresa, una vez ya me tenían sujeto por el cinturón, inclinado, comencé con la expulsión, que duró poco, cerca de 5 segundos, el tiempo justo para que una vez yo ya había acabado, el chorro aún no hubiese llegado al suelo, por lo que durante unos 2 segundos hubo un objeto/chorro de unos 300 metros ocupando el vació entre yo y el suelo, como una serpiente dorada voladora que se retorcía regalando algunos destellos aleatorios a medida que descendía y era atravesada por el sol.
Me gusta pensar que cuando la primera gota tocó el suelo el chorro se solidificó y se clavó en la tierra como una lanza, como un inmenso relámpago dorado que convirtiese la presa en un lugar de peregrinación, en el que mujeres y hombres fueran a la cima del muro de contención a hacer pis y que todos intentaran hacerlo bonito, florido, moviendo las caderas y las rodillas rítmicamente para realizar cenefas y geometrías.
Y que 400 años después ya no queda nada vivo a menos de 1 hora a pie de aquella extraña escultura, solo algunos caparazones desgastados dispersados por la base alrededor de la gran voluta sugerían que aquel erial podía haber sido un bosque entre las montañas. Entre los restos de la gran pared curva y el terreno que se había equiparado en color y textura a la presa de cemento solo aquella translúcida cenefa amarillenta de 300 metros aportaba algo de color a aquel paisaje gris. Y al atardecer, cuando el sol se ocultaba detrás de la gran pared abovedada, durante unos 15 minutos se proyectaba una sombra larguísima, retorcida y amarilla que atravesaba las montañas adquiriendo unas extrañas formas angulosas que ocupaban kilómetros, como un rio de luz antinatural que se adaptaba a cada escollo de terreno escarpado.
Y cuando llueve, el agua que choca contra el fino monumento se adhiere a él y resbala y se desliza por la estructura imitando cada curva y recodo del chorro original, desde la punta hasta la base como un tobogán. Como si con la lluvia se transformara en un circuito que reproduce la manera en que se hizo aquel singular objeto, como una suerte de recuerdo liquido de su nacimiento.
Por otro lado, solo muy de vez en cuando algún pájaro se posa en la punta de aquella serpiente vertical, y cuando lo hacen la estructura cimbrea ligeramente unos segundos durante los cuales emite un extraño y suave sonido, que rebota contra los restos de la pared curva de la presa amplificándose y reverberando entre las montañas. Ese sonido dura apenas un minuto mientras se extingue, pero el eco que producen la bóveda y las montañas lo multiplica y transporta a través del valle, donde resuena durante horas como un metálico canto de apareamiento que auyenta a los animales, alejándolos de aquel lugar.










